sábado, 28 de mayo de 2011

Sueño. (punto xD)

Estoy corriendo junto a una niña de cinco años que no tiene ni brazos ni piernas, sólo estacas como si de un pirata se tratase. Corre tan deprisa que debo fijarme para ver eso: ella da una voltereta y continua corriendo, graciosamente, haciendo cabriolas en el aire mientras yo, a su lado, la miro con benevolencia.
En un momento, mientras corremos cerca del muelle, veo que está demasiado cerca del agua y, antes de que pueda darme cuenta, se zambulle entre aguas oscuras llenas de algas y yo, que no sé si sabe nadar, que opino que menudo fastidio tener que ir a salvarla, me doy cuenta de que, coño, sí que tengo que ir a salvarla, y me tiro al agua que está helada y la agarro con mis brazos y entonces mi padre me dice que estoy en una suerte de concurso de la televisión de situaciones límite, y me escabullo de ese escenario para entrar en casa de alguien, que me ofrece libros y libros sobre inviernos largos y oscuros, e historias igualmente tenebrosas. Al irme, la puerta del recíbidor -que como todas las puertas a un recibidor, tiene lavabo- está llena de gusanos y me doy cuenta de que, para matarlos, debo atizarles con los libros que, al tirarlos al suelo, se convierten en una suerte de espuma venenosa e insecticida.
Y despierto.

martes, 3 de mayo de 2011

¿Pesadilla?

Es de noche, estoy en el piso de una amiga. Ella discute en otra habitación con su madre. No consigo captar del todo cuál es la razón de la disputa, pero me llegan trozos inconexos de la conversación. Mi amiga está enfadada (y creo que avergonzada) por algo que su madre hizo en el pasado. Tiene que ver con una casa que al parecer se derrumbó. Entonces, desaparece su madre y yo le estoy diciendo a mi amiga que tampoco es para tanto, que no es como si su madre hubiese quemado la casa.

Vuelve su madre, tenemos que ir al Área Panorámica, una especie de conjunto de biblioteca-sala de exposiciones-teatro que hay aquí, así que salimos fuera. Al salir, ya no estamos en el piso de mi amiga, sino en el exterior de mi casa. Es una noche de tormenta, ha parado de llover. Mi amiga tiene miedo de la tormenta, pero yo le digo que ha pasado, y tanto yo como su madre le decimos que corra hasta el garaje, donde está el coche.

Cogemos el coche y de repente estamos frente a las escaleras de entrada del Área Panorámica, empapándonos con la lluvia, que ha decidido volver. Yo me preocupo porque mi madre se enfadará si me ve llegar tan mojada, pero no alcanzo a verla por allí.

Entramos, el Área Panorámica se ha convertido en una especie de sala grande que antes no existía. Hay una exposición de algo que está dentro de vitrinas por toda la sala, pero no consigo saber qué es. Hay bastante gente, y el lugar está a oscuras, sólo iluminado por unas cuantas velas que parecen flotar. A la izquierda de la puerta de entrada hay una especie de plataforma o tarima muy alta que parece estar constituida por andamios y escaleras portátiles.

En lo alto hay tres chicos, uno es Tomás, los otros dos sé que son amigos suyos, pero no llego a reconocerlos. Al pie de la estructura hay una gran cola de gente que espera para subir. Decido dar una vuelta por la sala y saludar a Tomás más tarde.

Después de un rato, vuelvo a acercarme allí, ya no hay gente esperando para subir, así que me dispongo a ir yo, pero una chica que parece trabajar allí me detiene. Me dice que tengo que pagar para subir y poder darles un beso a Tomás y sus amigos. Decido que no pienso pagar por dar un beso pudiendo hacerlo gratis más tarde, así que me doy la vuelta. Allí, detrás de mí, está Tomás, sus amigos no se encuentran con él. Nos abrazamos.

Entonces, él me dice algo que no consigo recordar, pero yo me quedo horrorizada. Sé que quiere hacer algo malo a toda esa gente, pero no sé qué es. Le digo que no puede hacer eso, que esa gente no le ha hecho nada malo. Él contesta que soy una traidora, se enfada y se vuelve malo de verdad, al igual que toda la gente, que ahora parece estar a sus órdenes. Se convierten en una especie de sombras alargadas, negras y con dientes puntiagudos que comienzan a perseguirme por orden de Tomás.

Salgo corriendo, tengo una rapidez inusitada, y puedo esquivar a las sombras dando grandes saltos y trepando por las paredes. Me siguen persiguiendo por diversas habitaciones, y cada vez que están a punto de atraparme consigo escaparme por poco, saltando de pared en pared.

El sueño continúa así durante un breve periodo de tiempo hasta que por fin me despierto.

viernes, 8 de abril de 2011

Whatever

Seguramente, el dolor de cabeza, la falta de inspiración y la falta de talento no son los tres ingredientes que una persona escogería para escribir. Desgraciadamente, John K se aburría tremendamente aquella tarde-noche de abril, que era extremadamente calurosa para ser abril, con 31 grados, puesto que había llegado una oleada de calor procedente del norte de África. Por fruto de este aburrimiento, John K decidió que había llegado la hora de cambiar su mediocre vida, escribiría la novela de su vida a pesar del dolor de cabeza que había surgido porque sí y que parecía empezar a disolverse, a pesar de que no estaba para nada inspirado (en realidad nunca lo estaba) y a pesar de que su falta de talento era tanta que se podía llegar a tocar.

Así pues, se sentó en su pequeño escritorio, que estaba abarrotado de cosas, y miró fijamente a la pared que tenía en frente. Estaba llena de pósteres de grupos de música que le gustaban a su novia. A su ex novia, en realidad. Le había dejado hacía dos meses, y todavía no había conseguido reunir el valor suficiente para sacarlos de la pared y rompérselos a ella en las narices. Pensó en ella, en el día en el que había cubierto la desconchada pared blanca, que entonces era más bien de un gris sucio, con las caras de los componentes de bandas de rock, que le recordaban que él nunca podría estar en un póster como ellos.

Se le ocurrió que podía utilizar su experiencia con ella como tema sobre el que escribir, pero le pareció demasiado tópico incluso para un escritorzuelo de poca monta como él, que se ganaba la vida redactando una pequeña columna para un periódico local que nadie leía.

Miró entonces hacia la estantería, hacia todos sus libros, parándose a leer los lomos de los que sabía que eran sus favoritos. Tampoco sería adecuado hacer nada parecido a ellos, no quedaría bien, y sería plagio o, por lo menos, muy poco original.

Tampoco había ningún género que le apasionase, ni ningún tema sobre el que tuviese amplios conocimientos, por lo que escribir un libro parecía una idea ridícula, si no tenía nada que contar ni sobre lo que hablar. Pero él quería hacer algo con su vida, aunque después el libro pasase sin pena ni gloria, aunque ni siquiera se lo publicasen, al menos podría ir por la vida contento sabiendo que había terminado algo, y quizá fardar de ello.

Ahora miró el documento de Word que había abierto. El cursor parpadeaba sobre la hoja en blanco, no le gustaba, era muy soso. Pulsó la pestaña “Diseño de página” y la puso de color azul oscuro, con lo que las letras salían de color blanco, esto ya le gustaba más, era como más personal, y quedaba más bonito.

A John K siempre le había gustado el arte, independientemente de las distintas definiciones de arte que la gente pueda dar. Antes acudía mucho a museos y exposiciones con Jane, su ex novia. Ahora que le había dejado, había perdido el gusto por todo, ya no encontraba ninguna satisfacción en ver lo que le gustaba, puede que porque ya no le gustase, así que se pasaba las tardes frente al ordenador o el televisor, en este último caso riéndose de lo ridículos y estúpidos que resultaban la mayor parte de los programas que emitían.

Después de unos minutos más mirando el documento, decidió que quería escribir una historia original sobre cualquier personajillo de la calle. Por lo tanto, necesitaba encontrar al personajillo adecuado. Para esto, se le ocurrió la fantástica idea de meterse en el metro, allí siempre se encontraba gente peculiar. El problema era que allí abajo haría un calor sofocante, y el olor no sería mucho mejor. Por este motivo, cogió una mascarilla para la alergia y un bote de perfume, ambos olvidados en su apartamento por Jane, y echó grandes dosis de la segunda en el primero. Hecho esto, se la puso junto a unos grandes cascos de música que a su vez enchufó al mp3 que ella le había regalado para poder abstraerse del molesto ruido de la gente. Al menos parecía que su relación había servido para algo. Con este aspecto de loco excéntrico, salió a la calle. Había una boca de metro cerca de allí, así que se dirigió al lugar sin demora fingiendo que no se daba cuenta de que todo el mundo le observaba al pasar.

Una vez se hubo saltado los torniquetes del metro, se sentó en un banco a esperar al próximo que llegase. Mientras esperaba, se detuvo a observar a todas las personas que allí se encontraban, que a su vez le miraban a él, aunque no fuese del todo consciente de ello.

No encontró a nadie digno de ser retratado en su futura obra maestra, así que entró en el vagón del metro que había llegado, y rápidamente se agenció un asiento, al parecer el único libre, robándoselo descaradamente a una viejecita que le miró con profundo odio.

Allí sí se fijó en unas cuantas personas que podrían valer para escribir una historia. Había una mujer que acariciaba su bolso de manera que parecía acariciar un gato, quizá pensase que realmente tenía uno en el regazo; una niña de grandes ojos azules y dos coletas muy apretadas en lo alto de la cabeza; un hombre que hablaba dirigiéndose a alguien que tenía a su izquierda, quizá su amigo imaginario, puesto que no había nadie; una mujer de unos 40 años sentada a su lado que jugaba compulsivamente al tetris en una DS de color rosa fucsia; y un adolescente que no conseguía que cuadrasen todos los lados de su cubo de Rubik y que por ello, se imaginó John, había comenzado a mordisquearlo.

Era una difícil decisión, todos le parecían buenos candidatos, pero juntarlos en la misma historia hubiese dado algo un poco surrealista, por lo que tenía que decidirse. El adolescente del cubo de Rubik y el hombre que hablaba solo le atraían bastante, pero no estaba del todo seguro. Entonces, el vehículo se detuvo en una nueva parada. John no pudo evitar fijarse en un hombre que acababa de subir al vagón y que se había quedado apartado junto a la puerta. Ya tenía ganador.

viernes, 22 de octubre de 2010

Vómito breve y conciso

A veces sufro porque sufrir es de gente irracional
y yo soy racional
y sufrir no es lo mío.

Y me alejo del mundo y al mundo no le importa.

lunes, 19 de abril de 2010

Vaya.

En algún desconocido rascacielos de la ciudad de Nueva York, desconocido porque no sé su nombre, desconocido porque nunca he estado allí, la lluvia hizo acto de presencia. Una mujer, que habitaba en el Bronx o en el Harlem, o en alguno de los barrios usualmente llamados conflictivos que tampoco conozco, asomó la cabeza por una de las múltiples ventanas del piso número 34. No era su hogar, pero sí el edificio donde trabajaba ocho horas diarias.
Tras contemplar varios minutos cómo las gotas impactaban contra los coches y los incautos que transitaban sin paraguas, oyó que su jefe la amonestaba verbalmente y la instaba a volver a su puesto. Jodido racista, seguro que creía que por ser negra, quizá iberoamericana, como usaban últimamente, no gozaba contemplando la lluvia o perdiendo un poquito el tiempo.
Entonces abrió completamente esa pequeña entrada de cielo, o, más acorde con su humor, la puta ventana que se atascaba, y desatendiendo las miradas asombradas de los demás oficinistas, sacó su cuerpo fuera y se sentó con total naturalidad en la repisa. Mientras balanceaba las piernas rítmicamente, a considerables decenas de metros del suelo, comenzó a silbar una canción cuyo nombre no recordaba y debido a ella sintió unas ganas irrefrenables de estar enamorada, de cantar mientras se abrazaba a una farola y de mandar a su jefe a tomar por culo.
El asombro se convirtió en miedo y las órdenes en súplicas. De repente toda la atención se centraba en la figura que parecía necesitada de adrenalina. Treintaicuatro pisos por debajo, la gente de la calle comenzó a señalar en la dirección de la mujer, y tras los primeros murmullos de cortesía, se formó un círculo en torno al espectáculo. Alguien responsable llamó al teléfono de urgencias, y al cabo de unos minutos, la policía y los bomberos ayudaban a propagar el desconcierto generalizado.
Todo el mundo trató de hacerse con el control y nadie lo logró. Los bomberos y los policías se gritaban unos a otros, creyendo que si alzaban el volumen de la voz sus argumentos cobrarían solidez. La mujer, por su parte, seguía sin recordar el nombre de la canción, pero eso no la frustraba. Ahora estaba ocupada pensando en cuándo pararía de llover.
El pánico había cundido y el run run de gritos de alarma y auxilio obstruyó la capacidad de concentración de la trabajadora, que una vez no pudo soportar más la situación, decidió mandar callar al personal y exigió silencio, so pena de tirarse si no lo lograba.
La multitud del piso treintaicuatro, que la había oído, enmudeció. Ella, satisfecha, preguntó a la concurrencia si alguien sabía cuándo iba a parar de llover de una puta vez. La gente, tomando su pregunta como una frase condescendiente, perfecta para romper el hielo, volvió esforzarse en su propósito de subir los decibelios.
¡No puedo, no puedo, no puedo! Esta lluvia me va a matar, si no lo hacéis antes vosotros. ¿No puede hacer un jodido buen día por una vez? No me gusta el verano, no me gusta la arena, no me gustan los peces, pero me gusta sentirme libre, me gusta divertirme, me gusta parar de trabajar. Yo hubiera querido un viajecito, al otro lado del Atlántico, visitar Europa, Alemania, Holanda, Rusia quizá.
Cada uno de sus compañeros era una máscara de diferentes emociones, definidas todas por la incredulidad. Esa mujer estaba loca; se sentaba al borde de la muerte y para lo único que tenía cabeza era para reivindicar que la lluvia no tenía derecho a aparecer tan frecuentemente. Definitivamente estaba más que loca, jodidamente loca, lunática.
La sensación de peligro se acentuó cuando la mujer empezó a gesticular y realizar aspavientos peligrosamente bruscos.
Joder, no hay derecho a que tenga que trabajar un tercio de mi vida en un puto trabajo de mierda para simplemente limitarme a sobrevivir. ¡No hay derecho! ¡No lo hay!
Y entonces resbaló y comenzó su descenso.
Mientras caía reflexionó en que le hubiera gustado tener un paraguas para no mojarse y llegar decente a su impacto contra el suelo. La ruborizaba imaginarse muriendo de cualquier forma, quizá sin el más mínimo decoro. Luego pensó en lo que dejaba atrás, su casita, sus memorias, una madre, todavía viva, unos cuantos hermanos, y no sintió un especial sentimiento de vacío al pensar que se estaba quedando sin ellos.
La gravedad hacía su trabajo, pero, justo donde el viaje finalizaba, un hombre, un bombero superpuesto a la disputa interna, estaba dispuesto, con los brazos extendidos, como si recibiera o más bien esperara que se posara sobre él una hoja de árbol. A una velocidad imperceptible para los sentidos humanos, la trabajadora finalizó su caída, muy suavemente, muy amortiguada, encima del hombre, pocos centímetros por encima del amargo suelo. La gente estalló en vítores lanzados hacia el nuevo héroe.
La mujer se levantó, tranquilamente, y explicó que había sido un error muy tonto. Realmente podría haberse hecho mucho daño. Luego, obviando las atenciones que se empeñaban en proporcionarle las fuerzas del estado, entró otra vez en el edificio y subió al piso número 34 por las escaleras, argumentando que se acercaba el verano y le iba a venir bien perder unos quilos.
Por el otro lado, el bombero, feliz de haber cumplido con su deber, compareció ante una multitud de periodistas para explicar cómo había sido posible la hazaña, inefable pese a sus múltiples testigos. Una vez hubo dado un trago de agua, aclarado la garganta y excusado por su nerviosismo, puesto que él nunca había hablando delante de tanto público, explicó que se había criado en unos de los barrios marginales de la ciudad y que apenas había recibido educación, así que en ningún momento llegó a pensar que una caída desde tanta altura no pudiera ser parada sin consecuencias por un hombre solo, sin otros medios, y contó también que se había horrorizado cuando por fin alguien lo instruyó. Suerte que no me lo enseñaron antes de que me pusiera allí abajo, eh? –Añadió-.

sábado, 17 de abril de 2010

Casualidades

La bandera roja, esta vez tan alejada de los ideales comunistas, ondeaba gentilmente en lo alto de la atalaya donde descansaba la socorrista. Su significado causaba tristeza entre los pocos aventureros que osaban pisar la playa un 17 de febrero de un año cualquiera: las aguas estaban impracticables.
En el mar de dunas adyacente al que contenía las aguas, situado en algún punto indefinido entre el trópico de cáncer y el círculo polar ártico, los valientes bañistas bajaban la vista y hundían los pies en la arena, avergonzados de su situación.
Por su parte, la socorrista, sonriente por la placidez del día, levantaba unas innecesarias gafas de sol y dejaba sus párpados cerrados como última defensa antes unos rayos de sol exiguos. El invierno, reacio a marcharse, ya agonizaba en lugares como el suyo, y cada día acudían, aún con timidez, más y más visitantes necesitados de creer en la existencia del verano, en las vacaciones y recuerdos que éste prometía.
El viento del norte causaba olas lo suficientemente grandes como para que un chiquillo llorase de impotencia al oír la negativa rotunda de su padre, alarmado por la tentativa de meterse un poquitín en el agua. Sin embargo, de entre todos los valientes, uno cruzó la frontera hacia la locura a la vez que se despojaba de su camiseta y emprendía la que hubiera sido una marcha triunfante con el peligro como destino final, en caso de que hubiera habido alguien fijándose en sus pasos.
Mientras la invisible y solitaria figura adoptaba el adjetivo imprudente, la socorrista negligente dormitaba, segura de la autoridad de la bandera. Instantes después, mientras el joven, ya que hay edad máxima para las temeridades, se encontraba literalmente con el agua hasta el cuello, la socorrista bostezó, se levantó ligeramente la camiseta, sólo hasta la altura del ombligo, y cambió la posición del cuello. Cuando todavía no había tenido tiempo de dormirse otra vez, apenas el joven se hubo internado varios metros más en el agua, los justos para perder pie; las olas lo invadieron y varias toneladas de agua se dedicaron a deslizarse una y otra vez sobre el muchacho imprudente, incapacitándolo para respirar a intervalos constantes.
El chiquillo, que había estado observado la acción con envidia, le comentó a su padre que el joven debía estar a gusto en el agua, ya que llevaba por lo menos veinte segundos sin asomar la cabeza. El padre, dudoso de la veracidad de las palabras de su hijo, buscó con la mirada al muchacho, y al no encontrarlo, dio el grito de alarma, visiblemente turbado.
Laura –puesto que así se llamaba la socorrista.- oyó la voz quebrada del hombre y salió catapultada de sus ensoñaciones. Observó a su alrededor, y sintiéndose culpable, encontró con la ayuda del dedo del hombre el punto exacto donde el ahogado golpeaba el mar con furia. Entonces se tiró la atalaya, rodó sobre la arena y esprintó hasta su posición. Nadó como si se jugara su propia vida y arrastró al joven consigo hacia la seguridad de la tierra.
Colocó el cuerpo boca arriba y aplicó la teoría que había aprendido poco tiempo atrás: al ver que el joven –Jack a partir de ahora.- no respiraba, empujó fuerte y constantemente su pecho y posteriormente junto sus labios con los de Jack para insuflarle el oxígeno vital. Mientras duraba el proceso, los ojos del joven se abrieron súbitamente, y Laura, asustada, se retiró bruscamente. De la boca del hombre salieron las siguientes palabras:
- ¡Basta, basta! ¡Por favor, si sigues así sólo conseguirás ahogarme!
La socorrista, conmocionada por los últimos acontecimientos, no encontraba reacción adecuada, así que otra vez fue Jack quien habló.
- Está bien, lo siento, en ningún momento me he estado ahogando ni nada parecido, simplemente quería llamar tu atención. Yo soy Jack, encantado de conocerte; ¿cómo te llamas?
La muchacha, terriblemente confusa, dijo antes de que la rabia la dominara:
- Laura – y luego explotó.- ¿Pero tú de qué vas? ¿Crees que puedes montar todo el numerito sólo para decirme hola? ¿No podías acercarte a la atalaya? ¿No tienes nada en la cabeza? ¡¿Estás jodidamente loco?!
Y para aumentar, si fuera posible, lo surrealista del encuentro, el joven respondió, jovialmente:
- Bueno, tampoco es para tanto, al fin y al cabo no ha pasado nada. Oye, la verdad es que no tengo dinero para invitarte a un refresco, pero, ¿quieres venir a pasear conmigo esta tarde? Es gratis. -y añadió tras unos segundos.- ¡Ah! Aquí tienes tus gafas, casi las pierdes en el mar.

viernes, 16 de abril de 2010

hoy no vamos a hablar.

No hablamos los lunes porque no tenemos la suficiente confianza, porque yo soy distante y desconfiado y no me acerco a ti para preguntarte cómo te ha ido el día o exclamar qué bien te queda el jersey nuevo; porque tengo miedo al compromiso y más al rechazo, porque tengo miedo a tus sentimientos y a los míos, porque me aterra la posibilidad de que salga mal, pero también que salga bien.
No hablamos los martes porque me siento inseguro y torpe, porque me abruma tu persona y me abruma la incompetencia en que me sumes; porque tengo miedo a no llegar al nivel de mis ambiciones o al de las tuyas; porque tengo miedo a ser mi propia imaginación
No hablamos los miércoles porque estoy triste y apático, porque me desaniman los cambios constantes de humor y la impotencia que causa depender en exceso de otra persona; porque tengo miedo a no ser suficiente independiente o a no disponer de las fuerzas que siempre había creído poseer.
No hablamos los jueves porque siento autocompasión y creo que no te merezco, o que no me mereces, o cualquier tontería que se puede despejar preguntando pero no me atrevo. Porque me asusta tu círculo de amigos, tus padres o tú misma, porque tengo miedo a la no integración o al proceso en sí, porque temo que se derrumbe la imagen estoica que he logrado formar de mí.
No hablamos los viernes porque quiero hablar contigo y hago justo lo contrario; porque no tomo la iniciativa y espero que todo venga regalado. Me abstraigo del ambiente y suena el “Lay down, Sally, rest you in my arms” y me abandono al sueño, porque todavía puedo hacerlo, porque ni siquiera cuando duermo me abandonas.
No hablamos los fines de semana porque no te intereso. Te sumerges en la familia, en los amigos, entre los que yo no me cuento, te refugias en tu música y en tus planes de futuro, te aferras a tu rutina y a la esperanza de que no llegue el próximo lunes.
Y entonces llega un nuevo lunes y seguimos sin hablar, porque entonces yo me dedico a escribir textos tópicos en lugar de hablarte ahora mismo, aunque tengo la oportunidad. Porque tengo miedo o tengo la certeza de no llegar a ser nadie y eso me destroza, porque me siento solo y siento y siento que me sentiría igual de solo contigo, pero no me atrevo a preguntarte si quieres estar sola conmigo, así que me resigno a quedarme sólo solo.
Sueño con Sally y contigo, con un mundo libre de fascismo, con un mundo donde los profesores cobran ocho mil euros al mes, con un mundo sin países, sin límites políticos, sin culturas centroafricanas que practican la ablación de clítoris.
Sueño con tu música y sueño con escribir, sueño con callar contigo y con ser mudos. Sueño con un mundo donde no soy frío y distante, sino que me intereso por tu día y tu jersey nuevo, y también por tu sobrecarga en la espalda y el nombre del último poema que te leí, porque yo te leía poemas y hacía otras actividades propias de películas para llorar cuando estábamos juntos, ya que posiblemente tenías cáncer y apenas te quedaban unos pocos meses de vida.
Sueño con la playa y la arena que odio pero a ti te encantan, sueño con las palmeras de cine y las aguas cristalinas, inexistentes, sueño que me ahogo voluntariamente y tú me rescatas, porque eres una socorrista de élite, de las que hacen el boca a boca, porque lo practicas conmigo y yo te digo que pares, porque si no lo haces me vas a ahogar.
Sueño con una felicidad de color negro, con una felicidad elegante, sueño con un panel electrónico que me escriba mis propios sentimientos y los tuyos, sueño con que caigas de un tercer piso y yo esté ahí, para cogerte con mis brazos, para desafiar a la energía potencial y que tú me debas la vida; porque por fin estemos en paz.
Sueño que sueño y sonríes, sueño que te he imaginado y sueño que suspiro, sueño y me canso de soñar, sueño que quieres ser real y yo te dejo, qué magnánimo que soy, qué ego, qué egoísmo.
Y entonces suena el despertador y dejo de soñar, y no estoy en la playa, ni me besas, ni has caído de un tercer piso, sino que posiblemente te estés lavando los dientes y colocándote un jersey rojo, que te queda muy bien, pero yo no te lo digo.
Y entonces no hablamos porque soy un idealista y tú eres una mujer, porque estoy demasiado seguro de que todo está perdido, porque me empecino en creer en situaciones irreales y fantasías, porque no me atrevo a quitarme un peso de encima, a mentirte y mentirme y decirte que te quiero.
Porque ella se siente bien, y yo me siento a su lado, tranquilito, a mirarla.